miércoles, 4 de mayo de 2022

LOS CIPRESES

 

 

Una semana tranquila en medio de la naturaleza era la solución. Nuestros trabajos nos habían tensionado en exceso y junto a la crisis y la pandemia estaban afectándonos como pareja. Una serie de coincidencias nos abrió la ventana de esos días a ambos, en un octubre lejos de grupos de turistas. La oportunidad irrechazable.

El otoño marcaba el color del bosque. Los robles y las hayas nos habían esperado para competir en la paleta de colores, mostrando toda la gama de ocres, con algún verde perezoso cerca de los arroyos.

Fuera de temporada el lugar era solo para nosotros. Tras acceder desde la carretera por su oscura alameda, apareció un edificio de tres plantas, tal vez de algún indiano con suerte, en medio de un jardín tan espléndido como desordenado. Tenía diez plazas en cinco habitaciones, y escogimos la grande, un apartamento con cocina que nos mostraba todo el valle, hacia el sur.

Antonia, la dueña, se había comprometido a venir todos los días desde el pueblo, a ponernos el desayuno y a revisar que todo funcionara bien. Era la costumbre de la casa y solo estaba a cinco kilómetros del casco urbano. La mala cobertura era una característica a favor del lugar, lo que nos permitiría disfrutar del aislamiento buscado.

Tras instalarnos y deshacer el equipaje dimos un paseo por la propiedad. El entorno de la casa estaba cuidado, aunque el césped estaba esperando su poda, pero toda su extensa parte trasera, estaba abandonada. Conservaba un muro alto y silencioso que se perdía en la lejanía, pero que según nos íbamos internando, las lianas desde los árboles y las zarzas por el suelo, hacían el camino infranqueable. La soledad y la oscuridad hacían el espacio inquietante, como si no le apeteciera nuestra visita.

La noche llegó pronto. La tranquilidad era absoluta, salvo algún quejido del viejo entramado de madera. Tras degusta la cena fría con que nos había obsequiado nuestra anfitriona, subimos a la habitación del primer piso. Solo nos despertó un trueno brutal a las tres de la mañana, en medio de una intensa tormenta. Desvelados por el susto, los rayos mostraron sus luces tramposas, sus fantasmas de luz en medio de la nada.

El día siguiente madrugamos como de costumbre. Al lado de nuestro cocho encontré una huella clara de bota que no recordaba, entre otras cosas porque antes de la tormenta el suelo estaba seco. Decidí comentarlo con Antonia, aunque luego el día nos lo hizo olvidar todo: varias visitas que compaginaron senderismo y paisajes de película, con la maravillosa arquitectura románica de la zona.

Comimos tranquilos en casa. Hacía buena temperatura y me senté a descansar en la mesa frente a la entrada. El sitio era ideal para una familia con críos, cerrada y suficientes sombras para superar el calor del verano. Cuando escuché la llamada de Marta para irnos, observé huellas como la encontrada por la mañana, con un dibujo de barro que las hacía inconfundibles. Venían paralelas al muro de la finca.

La tarde la planificamos sin coche. Decidimos subir al pueblo andando, por la única pista que localizamos. El entorno era abrumador, con un bosque cerrado que no permitía atravesarlo de otro modo. Sus viejos cipreses había crecido demasiado juntos, impidiendo el paso a cualquier rayo de sol. Al llegar a lo alto, cuando ya se divisaban las primeras casas, comprobamos que ese bosque tan particular envolvía toda la finca en la que nos encontrábamos.

            San Cosme es un pueblo pequeño rodeado de montañas, dedicado a la ganadería y a la madera de sus árboles. No tiene ningún atractivo en particular, pero sus casas están bien cuidadas. En verano vive del turismo rural y de los muchos vecinos que regresan para pasar en él las vacaciones. Pero en esas fechas parecía un pueblo abandonado, un escenario donde se desarrollaría la vida en tiempos mejores.

            Nos acercamos al bar en busca de parroquianos, encontrándonos con que también era tienda, panadería y ferretería. Nos recibió una señora de pelo blanco, amable y sonriente, sorprendida de ver turistas en esos días. Tras cantarnos la belleza del entorno, nos entregó tres folletos con rutas por el entorno, con recomendaciones de su propia cosecha.

            Todo el ambiente cambió de manera sutil cuando le comentamos que estábamos alojados en “los Cipreses”, y que éramos los únicos residentes en el edificio. Aunque intentó mantener la compostura, notamos que algo había cambiado en su expresión.

-          Nos ha llamado la atención el bosque que rodea a la finca.

-          Los cipreses no se encuentran por aquí. Al parecer los plantó el primer dueño, un capitán de barco que hizo dinero en América.

-          No he visto ninguna reseña sobre él en los folletos.

-          Bueno - dudo - trabajó muchos años para el Marqués de Comillas transportando esclavos hacia las américas. No es para estar orgullosos.

-          ¿Y el bosque?.

-       Cuando se supo qué había hecho, sintió el rechazo de muchos, y se aisló plantando ese bosque. No se supo más de él. Tras su muerte la familia abandonó de inmediato la casa, libres de su yugo. Hace unos años la rehabilitó un biznieto, pero tampoco vivió mucho tiempo en ella. Ahora alquilan las habitaciones, pero Antonia solo se queda en ella cuanto está llena de huéspedes.

Marta se pone seria. No le gustan estos temas, aunque a mí me importen bastante poco.

-          ¿Tiene fantasma? - pregunto sonriente.

-          No lo sé. Pero los de por aquí evitan esos parajes. Si es superstición o casualidad lo dejo a su elección - responde algo molesta.

            Tras comprar lo necesario recorremos el pueblo sin entusiasmo. Tiene casas arregladas de manera funcional, y aunque las últimas reparaciones han respetado las fachadas de antaño, el conjunto es bastante heterogéneo.

            Al terminar la tarde regresamos. El camino se interna por nuestros cipreses protectores, que con el paulatino cambio de luces parecen volverse amenazantes. Marta hace tiempo que no habla, y no es para disfrutar del camino.

-                 Ayer no te lo quise comentar, pero durante la tormenta había un hombre con capa negra junto al muro. Fue un instante, bajo la luz de los rayos, pero lo vi dos veces, la segunda junto a nuestro coche. Y no me gustó nada 

            –Sí, esta mañana vi sus huellas – contesto quitándole importancia.  

-                  -   Empieza a no gustarme esta casa –

-                    - ¿No estaremos dejándonos llevar por las historias de la tendera? –

-                    -   Antonia me dijo que ahí no debería estar nadie – responde Marta.

Apresuramos el paso. La excusa es la nube de tormenta que se acerca, pero el bosque de cipreses también ayuda. Los dos hemos notado el silencio que nos rodea, a diferencia de los sonidos del robledal anterior, lleno de vida. Tengo la misma sensación de la otra tarde, de incomodidad por perturbar su extraña paz. Sobre todo cuando algo rompe una rama gruesa a nuestro paso.

Caminamos en silencio, alumbrados por el móvil de Marta. Decidimos subir a la habitación y preparar algo de cena. Nos extraña la oscuridad del camino hasta la casa y el interruptor de la luz, nos confirma nuestros peores augurios. Disfrutaremos de una avería de suministro eléctrico.

-                         - Tranquila, he dejado el móvil en el coche. Como aquí no hay cobertura ni me acordaba de él. O si prefieres cenamos en algún bar en el entorno –

-                           -  No, nos arreglaremos aquí. Tráelo si quieres, pero empiezo con los preparativos –

Llego al coche poco menos que a tientas. El mando ha servido para decirme dónde estaba exactamente. Busco en la guantera y enciendo su luz para regresar con linterna. Pero cuando voy a cerrarlo, veo que tiene una rueda pinchada. Y la de atrás también.

Me quedo helado, hasta que recuerdo que Marta está sola. Y echo a correr en su busca.



MANIOBRAS EN LA OSCURIDAD

  

Hace un par de años decidí cambiar mi vida. Odiaba el estrés de la ciudad, sus trabajos basura, las eternas prisas para llegar a ninguna parte. Siempre había pensado jubilarme joven, y tras el triste fallecimiento de mi tía abuela Marta y la aceptación de su estimable patrimonio, decidí que había llegado el momento. Pedí la cuenta, solté obligaciones mundanas y  arreglé el viejo caserío familiar. 35 años era una edad tan apropiada como cualquier otra. 

Me recluí en mi precioso valle, entre los primeros árboles del bosque y las últimas hierbas del prado: donde termina la carretera, rebelde de curvas y de repechos. Opté por una vida sana y sostenible. Pero los urbanitas tenemos ciertas carencias que los tutoriales de youtube no acaban de remediar. Eso sí, los viejos frutales volvieron a dar manzanas y algún melocotón, (del tamaño de mandarinas) y la huerta tres lechugas despistadas. 

El año siguiente decidí que era más práctico plantar cesped. Unos vecinos querían alquilarme un par de prados situados junto a los suyos, y mi contraoferta fue que me lo pagaran en productos de su huerta. Ahora hasta quedo bien con los amigos.

Lo mejor es la compañía de “Patas”. Es un mastín de aspecto imponente, joven y juguetón pero muy consciente de sus obligaciones. Es alegre y mimoso, aunque sus caricias de 80 kilos de bruto, disfrutar de sus patazas sobre tus hombros o un lametón de una lengua que te envuelve la cara, no esté al alcance de cualquiera.

Cuando aquella mañana de abril le oí ladrar como un poseso, salí rápido de la casa. El intruso o era muy grande o muy peligroso, porque se le notaba realmente enfadado. Claro que ver tres soldados escapando campa arriba con todos sus pertrechos, era lo último que me esperaba.

Llegué sin aliento. Habían conseguido saltar la valla a tiempo, destacando la elegancia del sargento con barriga cervecera, que al verlo tan cerca realizó un vuelo realmente estimable. Mientras recuperaban el aliento, y el sargento la compostura, y tras tranquilizar a mi asesino favorito, observé un panorama cuando menos extraño.

Estaban agotados. La carrera había sido rápida, pero iban sucios y con pinta tan desastrada como poco militar. Los otros dos soldados eran una pareja muy joven, ni él ni ella tendrían 22 años, pero eso sí,  cara de estar muy enfadados. Les pedí una explicación del motivo de la invasión de mi propiedad.

·         Estamos realizando nuestras maniobras semestrales - respondió el mando, tan sorprendido por mi idioma como yo por el suyo.  Luego confesó:

·         No deberíamos haber salido de Francia.

A los lectores no os voy a decir dónde está mi casa, no me gustan las visitas inesperadas, pero su GPS se había vuelto loco.

·         En línea recta hay cinco kilómetros a la frontera, que andando se convierten en casi dos horas. Y no muy cómodas - les informé.

Se oyeron dos bufidos de protesta y un “ja” de la chica que presagiaba tormenta.

·         ¿Cómo va a aceptar nuestro sargento las sugerencias de una mujer? - preguntó de forma hiriente.

·         ¡Compórtese soldado o la arresto!

·         Diez horas para no llegar a ningún sitio, sin dormir y sin comida - prosiguió - ¡Arresteme, pero que me lleven detenida en land rover! - respondió hecha una fiera.

·         ¡Soldado Leclerc, último aviso!

Decidí intervenir antes de que sacaran los machetes. La situación me recordaba a las películas de un tal Louis de Funes, pero decidí ahorrarme el comentario.

·         Lo del descanso y la comida tal vez tenga arreglo. Luego, un poco más tranquilos, miráis cómo abordar la situación - propuse.

·         Debemos seguir nuestro camino - contestó todo digno el sargento.

Y se produjo el temido motín. Ella sacó, temblando de ira, un paquete de Nuccini, la última provisión que le quedaba.

·         ¡Ni hablar! Yo voy a comer lo que me ofrezca este señor y Henry también. Me quitaré las botas, me lavaré los pies y tras una hora de descanso le preguntaré por donde se va a mi país, y a poder ser cerca del campamento.

·         ¡Te espera un consejo de guerra!

·         ¿Tendría usted un par de huevos fritos? - me preguntó ignorándole por completo.

·         ¿Le apetecen huevos de mis gallinas con un poco de txistorra? - mentí.

·         Le pediría en matrimonio - me respondió al borde de las lágrimas, recogiendo apresuradamente su equipo.

Su compañero nos siguió de inmediato. Y el sargento un minuto después. Patas les vigilaba de cerca, pero tras acompañar el griterío anterior con un par de ladridos, estaba de acuerdo con Colette, movía el rabo satisfecho por no haberse comido a nadie. 

Les dejé aseándose y fui a la cocina. Preparé lo prometido, algo de ensalada y medio queso del Roncal. Se hicieron amigos míos para siempre, hasta el sargento que no tenía ni idea de cómo salir de ésta sin que le arrancaran los galones.

En un momento en que se fue al servicio, los otros me contaron lo sucedido.

·         Lleva años en el despacho de intendencia, pero algo ha pasado con su capitán y le ha mandado a maniobras. Él, que se pierde por el pasillo de casa, llevándonos por el bosque para vivaquear sin poder recibir ayuda.

·         Si no se entera nadie …

·         Ya nos estarán buscando. No hemos pasado por ningún punto de control.

·         Os puedo acercar donde me digáis. Algo lejos de la meta, pero no mucho.

·         ¡Ni hablar! - respondió un ofendido sargento que nos había oído. - Mi honor no me lo permite.

·         ¿Y la ciática? - preguntó Colette al verle andar medio doblado.

·         ¡Eso es cosa mía!

·         Por lo menos os acerco a la frontera. Si pecas en esta parte, no te podrán meter mano tus jefes, no tienen jurisdicción.

Se me queda mirando. Le cae una lágrima solitaria. Sabe que está perdido, aunque acepta mi oferta, por los chicos. 

Cuando regreso encuentro bajo el sofá una chocolatina. Me la como y tiro el mal recuerdo, porque está estupenda.

 


 

                                   MANIOBRAS EN LA OSCURIDAD

Hace un par de años decidí cambiar mi vida. Odiaba el estrés de la ciudad, sus trabajos basura, las eternas prisas para llegar a ninguna parte. Siempre había pensado jubilarme joven, y tras el fallecimiento de mi tía abuela Marta y la aceptación de su estimable patrimonio, decidí que 35 años era una edad tan apropiada como cualquier otra. 

Me recluí en mi precioso valle, entre los primeros árboles del bosque y las últimas hierbas del prado: donde termina la carretera, rebelde de curvas y de repechos.  Pero los urbanitas tenemos carencias que los tutoriales de youtube no acaban de remediar. Los viejos frutales volvieron a dar manzanas y algún melocotón, (del tamaño de mandarinas) y la huerta tres lechugas despistadas.El año siguiente decidí que era más práctico plantar cesped.

Lo mejor es la compañía de “Patas”. Es un mastín de aspecto imponente, joven y juguetón, aunque sus caricias de 80 kilos de bruto, disfrutar de sus patazas sobre tus hombros o un lametón de una lengua que te envuelve la cara, no esté al alcance de cualquiera.

Cuando aquella mañana de abril le oí ladrar como un poseso, salí rápido de la casa. Ver tres soldados escapando campa arriba con todos sus pertrechos, era lo último que me esperaba.

Llegué sin aliento. Habían conseguido saltar la valla a tiempo, destacando la elegancia del sargento con barriga cervecera, que al verlo tan cerca realizó un vuelo realmente estimable. Tras tranquilizar a mi asesino favorito, observé un panorama cuando menos extraño. Estaban agotados. Iban sucios y con pinta tan desastrada como poco militar. Los otros dos soldados eran una pareja muy joven, y cara de estar muy enfadados. Les pedí una explicación.

·         Estamos realizando nuestras maniobras semestrales - respondió el mando, tan sorprendido por mi idioma como yo por el suyo.  Luego confesó:

·         No deberíamos haber salido de Francia.

A los lectores no os voy a decir dónde está mi casa, no me gustan las visitas inesperadas, pero su GPS se había vuelto loco.

·         En línea recta hay cinco kilómetros a la frontera, que andando se convierten en casi dos horas. Y no muy cómodas - les informé.

Se oyeron bufidos de protesta y un “ja” de la chica que presagiaba tormenta.

·         ¿Cómo va a aceptar nuestro sargento las sugerencias de una mujer? - preguntó de forma hiriente.

·         ¡Compórtese soldado o la arresto!

·         ¡Arresteme, pero que me lleven detenida en land rover! - respondió hecha una fiera.

·         ¡Soldado Leclerc, último aviso!

Decidí intervenir antes de que sacaran los machetes.

·         Lo del descanso y la comida tal vez tenga arreglo. Luego, un poco más tranquilos, miráis cómo abordar la situación - propuse.

·         Debemos seguir nuestro camino - contestó todo digno el sargento.

Ella sacó, temblando de ira, un paquete de Nuccini, la última provisión que le quedaba.

·         ¡Ni hablar! Yo voy a comer lo que me ofrezca este señor y Henry también. Me quitaré las botas, y tras una hora de descanso le preguntaré por donde se va a mi país.

·         ¡Te espera un consejo de guerra!

·         ¿Tendría usted un par de huevos fritos? - me preguntó ignorándole por completo.

·         ¿Le apetecen huevos de mis gallinas con un poco de txistorra? - mentí.

·         Le pediría en matrimonio - me respondió al borde de las lágrimas, recogiendo apresuradamente su equipo.

Su compañero nos siguió de inmediato. Y el sargento un minuto después. Patas les vigilaba de cerca, satisfecho por no haberse comido a nadie. 

Preparé lo prometido, algo de ensalada y medio queso del Roncal. En un momento en que se fue al servicio, los otros me contaron lo sucedido.

·         Lleva años en el despacho de intendencia, pero algo ha pasado con su capitán y le ha mandado a maniobras. Él, que se pierde por el pasillo de casa, llevándonos por el bosque para vivaquear sin poder recibir ayuda.

·         Por lo menos os acerco a la frontera. Si pecas en esta parte, no te podrán meter mano tus jefes, no tienen jurisdicción.

Se me queda mirando. Le cae una lágrima solitaria. Sabe que está perdido, aunque acepta mi oferta, por los chicos. 

Cuando regreso encuentro bajo el sofá una chocolatina. Me la como y tiro el mal recuerdo, porque está estupenda.

EL REPOSO

 El gondolero comenzó a cantar y la ópera discurre tranquila, de fondo en esta tarde de verano donde la pereza ordena siesta. Estar solo en casa, con tus hijas de vacaciones y Marta de compras, en un silencio solo roto por la música que tú decides.

Porque disfrutar de la soledad cuando tú la eliges, cuando puedes percibir esa paz escondida en rumores lejanos, de niños jugando, de televisiones olvidadas, ese pequeño placer de dejar caer el libro sobre el estómago, para digerirlo entre sueños, es algo al alcance de unos pocos, que el resto de los humanos buscamos como tesoro escondido.

Tengo sed, pero la cocina está lejos. Valoro la necesidad y el esfuerzo y me quedo tumbado, con el libro reposando tranquilamente sobre mi tejido adiposo. No merece la pena desperdiciar el último cuarto de hora moviéndote como un poseso por el pasillo, cuando en nada volverá para poner las cosas en su sitio.

Porque para eso será puntual, para recordarte esa chorrada que es cosa tuya pero que has racaneado hacer, porque es verano. Y la hora del reposo, del guerrero y del funcionario. 

No hay derecho. Perturbar el descanso en este precioso julio, con las chicharras acunándote entre Morfeo y el duermevela, a la sombra de esa persiana bajada, que no hay que ir a las Maldivas, ni siquiera a Sopelana. Hay que fastidiarse, qué estrés …

Si no fuera por esta desgana hasta me enfadaba.


JUAN BAUTISTA DE ANZA:COLONIZANDO.

 

Dos noches esperando su llegada. Tras el sol abrasador, el desierto las hace heladoras. Un año de campaña ha hecho mella en los hombres. Pero la llegada de la presa al señuelo, la recompensa, les procura las fuerzas necesarias.

Siempre me ha gustado la acción, planificar, supervisar hasta el menor detalle. Pero la espera paciente y silenciosa del enemigo, es el instante a disfrutar, a paladear lentamente tras los agravios de este maldito infiel.

Un año tras las andanzas del jefe Cuerno Verde, el líder de los comanches, atravesando el desierto de Sonora en su busca. Heredó el nombre y el mando de su padre, un salvaje que mató a cuantos cristianos pudo, hasta que fue derrotado y muerto en batalla. Otro más estudiando sus andanzas y sus costumbres, sus rutas de escape, dónde se sentía seguro.

Es joven y la rabia le hace temerario e impredecible. Juró venganza tras la muerte de su padre y la está cumpliendo. Ha arrasado cuanto ha podido y ahora la ha tomado con la gente de Taos, que está diezmada. Y nos dejó sin 300 caballos para ir en su busca, aunque solo ha retrasado su final.

Le prometí al virrey de Nueva España la cabeza de este desalmado y me hizo Gobernador de Nuevo México. Me lo debía por haber abierto las rutas terrestres entre este sitio y California, para abastecer y mantener los asentamientos de San Francisco, San José y todos aquellos que amenazaban rusos e ingleses, los indios y el hambre.

Ayer tuvimos suerte. Sorprendimos a un grupo de sus comanches. Supimos que les estaban esperando, porque la mayoría eran mujeres y niños. No he seguido sus costumbres, sobre todo cuando, muy a su pesar, decidieron colaborar. Vendrán en pocos días porque estaban casi sin comida ni agua.

Mi aliado apache me indica que están a unas tres horas de camino. No sospechan nada, ni han enviado exploradores. La soberbia les costará cara. Es curiosa la vida. El padre de mi amigo mató al mío, hace treinta años, y hoy nos une un enemigo común.

Los utes también nos acompañan. Tienen viejas deudas con los comanches, que se piensan cobrar caras. Han propuesto cruzar el río Arkansas y esperarles emboscados en un paso que ellos conocen bien. No hay nadie en muchas leguas a la redonda, y es el último sitio donde alguien prepararía el ataque.

Dos días de marcha rápida, solo soldados y caballos. Los pertrechos y cincuenta hombres se han quedado con los comanches prisioneros. Es arriesgado pero audaz, y hemos llegado justo a tiempo. Para emboscarnos sin levantar sospechas, para ajustar las cuentas ante tanta muerte.

A lo lejos se aprecia el polvo de sus monturas. Vienen rápido. Poco a poco se aprecia un gran número de caballos y mulas con cargas. Todos los nuestros están escondidos. No puede haber fallos. Son excelentes guerreros y nuestras pérdidas crecerían sin remedio.

Espero el momento. Han entrado en el cañón. Son varios cientos, lo que les impedirá maniobrar. Solo dos viejos guerreros miran las peñas, desconfiados. Llegan a la altura acordada. Disparo mi arma sobre uno de ellos. Éste al menos morirá con dignidad.


¿PORQUÉ DESAPARECIÓ EL AGUA DEL MAR?

             Amaia tiene cinco años. Morena, guapa para su aitite, que soy yo, y lista. No es la más alta de clase pero destacan sus ojos grandes, oscuros, resaltados por unas gafas redondas que dan esa imagen de bondad, de inocencia. Craso error. Su mirada está siempre al acecho, archivando detalles de su entorno, para que, al menor descuido, caiga sobre ti con alguna pregunta rara, de la que solo podría escapar Houdini.

Está en esa fase del ¿por qué?, pero en ese grado de intensidad exasperante que elimina tus escapatorias, las lógicas y las mágicas. Y que a veces pienso que utiliza para castigar a la víctima de ese momento, sobre todo si ha cometido el error de llevarle la contraria pocos minutos antes.

            Su aliado principal es Perro, un oso de peluche casi sin pelo y ya en las últimas, que le acompaña a sol y a sombra. Conoce todos sus secretos y no suelta prenda. Pero cuando empiezan a cuchichear entre ellos, sabemos que vendrá la tormenta.

            Hoy se ha puesto su corona de rubíes, una baratija de plástico que le trajo su tía de un viaje a Tombuctú, que luce con orgullo porque al resto no nos trajo nada. No sé qué le ha contado de su viaje de voluntariado en ese rincón perdido, pero le ha dicho que está en medio de un desierto de arena, que antes fue mar. Y luego, la muy cobarde ha huido de nuevo, tal vez a Nueva Caledonia, dejándonos a los demás el problema.

  • Aitite, ¿por qué desapareció el agua del mar?.

Me la quedo mirando. ¿Y no te interesa nada de la teoría de la relatividad?, pienso para mí. Pero esta vez me ha pillado preparado. Ayer vimos juntos “la sirenita” y esta vez no me caza.

  • ¿No te acuerdas de la película que vimos ayer?
  • La Sirenita - responde segura.
  • Pues esa chica tiene mucha mano, que para eso es la hija del rey de los mares. Hace tiempo los peces del mar Azul le pidieron ayuda. Era un mar pequeño, que estaba cerca de Tombuctú, donde siempre habían vivido felices, incluso antes de que vivieran allí personas. Las primeras que llegaron eran realmente malas. Pusieron fábricas, hicieron casas grandes pero no colocaron ninguna depuradora y empezaron a manchar mucho el agua de su mar pequeño.
  • ¿Y qué es una depuradora?

Encima dale motivos para las preguntas. Eres un suicida.

  • Otras fábricas más pequeñas que limpian el agua que echamos por el water, o la que ensucian las empresas grandes. Así no se contamina, perdón no se ensucia el agua que llega al mar. Pero no me interrumpas - corto ante la avalancha que se avecina.
  • La sirenita fue a hablar con los que mandaban en Tombuctú, pero se rieron de ella. ¡Una niña pequeña les iba a mandar a ellos!. La echaron de la ciudad sin contemplaciones. Como veía que cada día el agua estaba más sucia y los peces se estaban poniendo enfermos, se lo contó a su padre, y entre los dos encontraron la solución.
  • El rey del mar hizo un agujero largo largo para que los peces pudieran escapar. Sabía que cerca estaba el río Níger, y por allí fueron todos poco a poco hasta el océano Atlántico, donde había sitio de sobra y podrían vivir en paz. Y con ellos se fue toda el agua del mar Azul, y los primeros hombres de Tombuctú, por ser malos y desobedientes, se quedaron sin mar, viviendo en un desierto seco y caluroso.

Se me queda mirando. No ha colado, pero no encuentra resquicio para meter cuña. No obstante lo intenta.

  • Eso no aparecía en la película.
  • Seguro que lo ponen en el siguiente capítulo.
  • Pues será muy aburrido.

Siempre la última palabra, como su abuela.



EL COLGANTE INDISCRETO.

 

        Hoy el vagón va hasta arriba. Se habrán ahorrado un metro, como les pasa de vez en cuando. Pero ir hasta el final de la línea de pie, es un problema. Se levanta un joven. Deja un hueco libre y no perdono. La cortesía dice que lanzarse en plancha es grosero, pero tengo años y agujetas que me obligan.

        Mis compañeros de asiento se sorprenden. Pongo cara de niño malo que se disculpa, sin mirar a mi contrincante, que echa humo. El joven de mi izquierda ni se inmuta y las chicas sentadas enfrente, esconden una sonrisa: vaya con la educación refinada de los mayores.

        Son veinteañeras, tal vez estudiantes. Una vuelve a su conversación de wasap. La otra retoma la lectura del libro. Juguetea, concentrada, con un colgante en forma de llave. Me llama la atención porque está atado por una cinta de tela negra, de esas que lo mismo ves en un lazo de un vestido como atando una coleta.

        El objeto no lo veo bien. Sí, es una llave antigua, de armario de ropa o de mesilla de noche. El libro debe interesante, porque la gira sin parar con el pulgar y el índice. O aparece el asesino rápido o se queda sin cinta. Y si la moviera más despacio vería cómo demonios es, porque tiene dos caras. Se ata en una de ellas, más oscura. Eso, con el dibujo de una llave de época, pero compacta, sin los orificios que las traspasaban para aligerarlas.

        La otra parte es más clara, no la veo bien. Tiene rayas pero no distingo el dibujo. Me pongo las gafas de cerca y obligo a mis ojos a interpretarlo. ¡Qué coño! parece el mecanismo de un reloj. No tiene sentido, me acerco un poco más.

        Me ha pillado mirándola con todo detenimiento. No le ha hecho gracia y yo me he puesto rojo como un tomate. Cómo le explico que estoy mirando el colgante, ni a la derecha ni a la izquierda. Voy a disculparme, pero ni balbuceo. No sé qué es peor, si viejo verde o viejo memo.

miércoles, 28 de abril de 2021

YO, CHARCO.

 

Lo confieso: soy un charco. Una acumulación de agua temporal hasta que se evapora o se filtra, en un lugar indebido, o simplemente incómodo para algún humano soplagaitas. Como ya sabéis somos muchos en la familia. Están los de la primavera, absorbidos por la tierra. Alimentarán a prados y florecillas, tan bucólicos ellos. Luego los urbanitas, que se conjuran para haceros la vida más incómoda, poniendo negro sobre blanco las pésimas condiciones de vuestras infraestructuras. Yo soy de esos.

            Está claro que somos depósitos de líquido elemento. Pero este tema, en apariencia baladí, debe ser analizado en profundidad. ¿Somos charcos solo mientras existimos en el bache que el torpe del alcalde no arregla? ¿Esa fuga de fecales, tan densa y olorosa de la casa abandonada? O, sin embargo, ¿somos entes que tras la precipitación florecemos en las calles, que al evaporarnos nos transfiguramos, a la espera de otra acumulación acuosa mínima? ¿Existimos solo un ratito o asomamos y desaparecemos siendo el mismo, camuflado en la inmensa torpeza municipal? Aún no hemos encontrado la respuesta.

            ¿Soy el mismo charco tanto cuando llueve, cuando riega el jardinero y cuando se le cae el aceite al camión de la basura? Porque es distinta el agua que cae por una tormenta de verano, en tromba pero calentita, que el sirimiri de invierno, que parece que no moja, pero me hace salir al frío de la calle por puro aburrimiento.

Un punto delicado son nuestros derechos como entes incorpóreos. ¿Qué es eso de asfaltar la calle sin previo aviso, ese barrizal que tanto nos ha costado moldear? ¿Queréis eliminarnos ahora que llegan las elecciones? ¿Pero qué os creéis que somos? ¿Dónde van a beber los perros? ¿Y las ranas que criamos?

Y luego está el trato que recibimos. En medio de la carretera nos atropellan sin compasión. Tengo un primo que, por mucho que llueva, dura medio telediario. ¡Y encima le insultan a él, por tapar el bache! ¡Pero si lleva seis meses en el mismo sitio!

¿Y qué decir del pobre de mi cuñado, que vive bajo las baldosa de la acera? Le llaman de todo menos bonito. Él solo se mueve si le pisan sin avisar. Se asusta, salta y le ponen a caldo. Y como es un poco guarro, ¡que me has puesto perdido, el pantalón recién estrenado! Cagüen …

Esta vida no tiene futuro. Tanto animalista, tanto ecologista y nosotros abandonados, sin nadie que nos reivindique. Entre el cambio climático que llueve mucho menos y la reelección del alcalde, que asfaltará hasta las alcantarillas, nos esperan malos tiempos. Claro que con el firme que os va a poner la empresa de siempre, nos veremos pronto. Ya os iré contando.