Una
semana tranquila en medio de la naturaleza era la solución. Nuestros trabajos
nos habían tensionado en exceso y junto a la crisis y la pandemia estaban
afectándonos como pareja. Una serie de coincidencias nos abrió la ventana de
esos días a ambos, en un octubre lejos de grupos de turistas. La oportunidad
irrechazable.
El
otoño marcaba el color del bosque. Los robles y las hayas nos habían esperado
para competir en la paleta de colores, mostrando toda la gama de ocres, con
algún verde perezoso cerca de los arroyos.
Fuera
de temporada el lugar era solo para
nosotros. Tras acceder desde la carretera por su oscura alameda, apareció un
edificio de tres plantas, tal vez de algún indiano con suerte, en medio de un
jardín tan espléndido como desordenado. Tenía diez plazas en cinco
habitaciones, y escogimos la grande, un apartamento con cocina que nos mostraba
todo el valle, hacia el sur.
Antonia,
la dueña, se había comprometido a venir todos los días desde el pueblo, a
ponernos el desayuno y a revisar que todo funcionara bien. Era la costumbre de
la casa y solo estaba a cinco kilómetros del casco urbano. La mala cobertura
era una característica a favor del lugar, lo que nos permitiría disfrutar del
aislamiento buscado.
Tras
instalarnos y deshacer el equipaje dimos un paseo por la propiedad. El entorno
de la casa estaba cuidado, aunque el césped estaba esperando su poda, pero toda
su extensa parte trasera, estaba abandonada. Conservaba un muro alto y
silencioso que se perdía en la lejanía, pero que según nos íbamos internando, las lianas desde los árboles y las zarzas por el suelo, hacían el camino
infranqueable. La soledad y la oscuridad hacían el espacio inquietante, como si
no le apeteciera nuestra visita.
La
noche llegó pronto. La tranquilidad era absoluta, salvo algún quejido
del viejo entramado de madera. Tras degusta la cena fría con que nos había
obsequiado nuestra anfitriona, subimos a la habitación del primer piso. Solo
nos despertó un trueno brutal a las tres de la mañana, en medio de una intensa
tormenta. Desvelados por el susto, los rayos mostraron sus luces tramposas, sus
fantasmas de luz en medio de la nada.
El
día siguiente madrugamos como de costumbre. Al lado de nuestro cocho encontré
una huella clara de bota que no recordaba, entre otras cosas porque antes de la
tormenta el suelo estaba seco. Decidí comentarlo con Antonia, aunque luego el
día nos lo hizo olvidar todo: varias visitas que compaginaron senderismo y
paisajes de película, con la maravillosa arquitectura románica de la zona.
Comimos
tranquilos en casa. Hacía buena temperatura y me senté a descansar en la mesa
frente a la entrada. El sitio era ideal para una familia con críos, cerrada y
suficientes sombras para superar el calor del verano. Cuando escuché la llamada
de Marta para irnos, observé huellas como la encontrada por la mañana, con un
dibujo de barro que las hacía inconfundibles. Venían paralelas al muro de la
finca.
La
tarde la planificamos sin coche. Decidimos subir al pueblo andando, por la
única pista que localizamos. El entorno era abrumador, con un bosque cerrado
que no permitía atravesarlo de otro modo. Sus viejos cipreses había crecido
demasiado juntos, impidiendo el paso a cualquier rayo de sol. Al llegar a lo
alto, cuando ya se divisaban las primeras casas, comprobamos que ese bosque tan
particular envolvía toda la finca en la que nos encontrábamos.
San Cosme es un pueblo pequeño
rodeado de montañas, dedicado a la ganadería y a la madera de sus árboles. No
tiene ningún atractivo en particular, pero sus casas están bien cuidadas. En
verano vive del turismo rural y de los muchos vecinos que regresan para pasar
en él las vacaciones. Pero en esas fechas parecía un pueblo abandonado, un
escenario donde se desarrollaría la vida en tiempos mejores.
Nos acercamos al bar en busca de
parroquianos, encontrándonos con que también era tienda, panadería y
ferretería. Nos recibió una señora de pelo blanco, amable y sonriente,
sorprendida de ver turistas en esos días. Tras cantarnos la belleza del
entorno, nos entregó tres folletos con rutas por el entorno, con
recomendaciones de su propia cosecha.
Todo el ambiente cambió de manera
sutil cuando le comentamos que estábamos alojados en “los Cipreses”, y que
éramos los únicos residentes en el edificio. Aunque intentó mantener la
compostura, notamos que algo había cambiado en su expresión.
-
Nos ha llamado la atención el bosque que
rodea a la finca.
-
Los cipreses no se encuentran por aquí. Al
parecer los plantó el primer dueño, un capitán de barco que hizo dinero en
América.
-
No he visto ninguna reseña sobre él en los
folletos.
-
Bueno - dudo - trabajó muchos años para el
Marqués de Comillas transportando esclavos hacia las américas. No es para estar
orgullosos.
- Cuando se supo qué había hecho, sintió el rechazo de muchos, y se aisló plantando ese bosque. No se supo más de él. Tras su muerte la familia abandonó de inmediato la casa, libres de su yugo. Hace unos años la rehabilitó un biznieto, pero tampoco vivió mucho tiempo en ella. Ahora alquilan las habitaciones, pero Antonia solo se queda en ella cuanto está llena de huéspedes.
Marta se pone seria. No le gustan
estos temas, aunque a mí me importen bastante poco.
-
¿Tiene fantasma? - pregunto sonriente.
-
No lo sé. Pero los de por aquí evitan esos
parajes. Si es superstición o casualidad lo dejo a su elección - responde algo
molesta.
Tras comprar lo necesario recorremos
el pueblo sin entusiasmo. Tiene casas arregladas de manera funcional, y aunque
las últimas reparaciones han respetado las fachadas de antaño, el conjunto es
bastante heterogéneo.
Al terminar la tarde regresamos. El
camino se interna por nuestros cipreses protectores, que con el paulatino
cambio de luces parecen volverse amenazantes. Marta hace tiempo que no habla, y
no es para disfrutar del camino.
- Ayer no te lo quise comentar, pero durante la tormenta había un hombre con capa negra junto al muro. Fue un instante, bajo la luz de los rayos, pero lo vi dos veces, la segunda junto a nuestro coche. Y no me gustó nada
–
- - Empieza a no gustarme esta casa –
- - ¿No estaremos dejándonos llevar por las
historias de la tendera? –
- - Antonia me dijo que ahí no debería estar
nadie – responde Marta.
Apresuramos
el paso. La excusa es la nube de tormenta que se acerca, pero el bosque de
cipreses también ayuda. Los dos hemos notado el silencio que nos rodea, a
diferencia de los sonidos del robledal anterior, lleno de vida. Tengo la misma
sensación de la otra tarde, de incomodidad por perturbar su extraña paz. Sobre todo
cuando algo rompe una rama gruesa a nuestro paso.
Caminamos
en silencio, alumbrados por el móvil de Marta. Decidimos subir a la habitación
y preparar algo de cena. Nos extraña la oscuridad del camino hasta la casa y el
interruptor de la luz, nos confirma nuestros peores augurios. Disfrutaremos de
una avería de suministro eléctrico.
- - Tranquila, he dejado el móvil en el coche.
Como aquí no hay cobertura ni me acordaba de él. O si prefieres cenamos en
algún bar en el entorno –
- - No, nos arreglaremos aquí. Tráelo si
quieres, pero empiezo con los preparativos –
Llego
al coche poco menos que a tientas. El mando ha servido para decirme dónde
estaba exactamente. Busco en la guantera y enciendo su luz para regresar con
linterna. Pero cuando voy a cerrarlo, veo que tiene una rueda pinchada. Y la de
atrás también.
Me
quedo helado, hasta que recuerdo que Marta está sola. Y echo a correr en su
busca.